La noche del 11 de octubre de 1962, al final de la primera jornada del Concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII miró por su ventana a la Plaza de San Pedro e improvisó un discurso lleno de palabras de amor, entre ellas: “De camino a casa, encontraréis a vuestros hijos, les daréis una caricia y les diréis: ésta es la caricia del Papa. Encontraréis algunas lágrimas que enjugar: decid una buena palabra. El Papa está con nosotros, sobre todo en los momentos de tristeza y amargura”.
Puedes entender muy bien por qué es uno de los Papas más queridos, este hombre que nació y permaneció sencillo, pero que fue capaz de sentar las bases de una profunda transformación de la Iglesia Católica con el Concilio Vaticano II en sólo cinco años de pontificado.
Su casa natal se ha convertido en un pequeño museo que recoge recuerdos de su vida, y desde que el Papa Juan XXIII se convirtió en santo en 2014, cada vez es más visitada y peregrinada por los fieles.
La casa donde nació Juan XXIII es una granja de estructura clásica, es decir, con un gran pórtico arqueado y una escalera de madera que conduce a las habitaciones.
En una de ellas, el 25 de noviembre de 1881, nació Angelo Giuseppe Roncalli, el futuro Papa: una cama de matrimonio, una cómoda y un cuadro de la Virgen María fueron los espectadores de su venida al mundo.